En las evocaciones del paisaje –muy importantes en la obra de Jourdan– no se trata generalmente de descripciones sino de la relación que el poeta establece con el mundo sensible, integrándose por otro lado a una búsqueda espiritual de la que dan testimonio numerosas metáforas y exhortaciones éticas a sí mismo. La búsqueda de una existencia plena pasa, en efecto, por el establecimiento de una relación justa con el mundo sensible.
Jourdan intenta abrir los ojos utilizando los “ejercicios de amansamiento” contra la captura predadora marcada por la espera y el deseo. Para intentar romper el encierro de sí mismo se esfuerza por desaparecer, o sea, por dejar de lado los deseos, sueños, saberes y el pensamiento racional que constituyen al yo personal procurando reducirlo a lo esencial, como atestiguan imágenes de purificación y la utilización de pronombres personales. Esta desaparición –que pasa por una subversión de los valores– conduce a la disponibilidad, acentuada además por el dominio de la actitud corporal que permite una amplificación de la percepción de todos los sentidos. Ésta traduce la coincidencia del ser con el cuerpo, esencial para la inserción en el mundo. Puede advenir entonces, súbitamente, una llegada del mundo que provoca estupor, el despojo total del yo, y que impone una presencia.
El acuerdo que se produce en ese momento genera un efecto benéfico gracias al intercambio cuerpo a cuerpo entre el hombre y el mundo que apacigua el corazón, el cual es expresado con metáforas alimenticias y médicas. El orden y la armonía permitidos por la inmersión en el aquí y ahora –es decir en la infinidad del instante– son acompañados por una dicha que roza el éxtasis, conllevan al lirismo en la escritura y procuran la sensación de una solicitación amistosa del paisaje.
Pronto y de súbito el paisaje se cierra y se fuga, instaura la distancia, abre y ahonda las heridas trágicamente: el mundo aparece como una trampa y no como un refugio. Jourdan reconoce que la trampa se encuentra en él, pues no sabe permanecer en ese acuerdo. En realidad, el retorno del pensamiento discursivo y la mirada sobre sí mismo introducen la distancia entre el cuerpo y el mundo, se sale por consiguiente del presente a través de generalizaciones, la constitución del mundo en símbolos y su asociación a abstracciones. Por otra parte, la desconfianza hacia sí mismo causada por los fracasos precedentes conduce a la transformación del acuerdo maravilloso en admiración ante el mundo y en desvalorización de sí.
Jourdan no deja de denunciar ese “demasiado” que le impide acceder a la simplicidad, presenta la expulsión como un estado continuo –principalmente a través de imágenes preliminares– y se reprocha retroceder por miedo de abandonar su yo. La denigración de sí –expresada con el léxico de la pequeñez, la podredumbre y la mancilla– la irrisión hacia sí mismo que lo lleva a calificarse de marioneta, de títere grotesco y la mezcla de desesperación y de rabia que predomina en muchos fragmentos provocan una tensión que amplifica la separación; de allí viene la búsqueda de la aceptación del dolor.
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Si el mundo de la naturaleza se presenta como un maestro privilegiado es fundamentalmente porque está vivo y encarna la vida misma. Jourdan se exhorta a imitarlo, a tomar por modelo de su propia conducta ética el despertar de los pájaros, la tensión hacia la luz y la suavidad de las plantas. Con la floración y la diseminación de las semillas las plantas le enseñan a entregarse a la fragilidad y a la incertidumbre, y a través del balanceo contra el viento le enseñan el consentimiento, la necesidad de un vagabundeo danzante. Para hundirse en el dolor y que éste permita la comunión, Jourdan se esfuerza por convertirse en planta. Si el mundo raramente le proporciona el ejemplo de lo que no hay que hacer, Jourdan se alecciona igualmente con la acción de la noche o de la bruma que lo hacen desaparecer, el viento y la lluvia que le impiden escribir. En cualquier caso, se trata de una llamada, un repaso, más que de una lección. |
Numerosas imágenes presentan al mundo como maestro
real, dotado de una sabiduría que comprende un saber sobre
sí mismo, una ética y además una voluntad
pedagógica que exhorta. Sin embargo, como este tipo de palabra
escoge el silencio, es difícil percibirla o comprenderla y hay
que descifrarla, lo que plantea el problema de su verdadero origen.
Jourdan oscila entre la convicción de que la lección
está dentro de nosotros, que el mundo sólo es un decorado
que sería menos ilusorio olvidar (de allí toda la
temática del adiós), y la convicción de que
realmente esta palabra existe pero nos resulta incomprensible.
Es común encontrar en Jourdan una
interrogación recurrente sobre el sentido de lo visible y la
relación que nosotros establecemos. El cuestionamiento se
vincula íntimamente con la sensación de un misterio o con
la intuición de una Fuerza que sería fuente vital y
fuente de muerte, un espacio diferente, a la vez presente y futuro, por
detrás del mundo sensible. Jourdan lo percibe como un
intermediario de esta Fuerza, y algunos de los elementos que sirven
para designarla metafóricamente se impregnan en sus escritos de
un valor ontológico, por ejemplo la luz y la sombra, el soplo
del viento y sobre todo el fuego.
Esta Fuerza que aparece con la forma de lo sagrado se expresa con un vocabulario religioso y particularmente con la evocación –sobre los elementos del mundo– de realidades o imágenes asociadas a religiones tradicionales: antigua, oriental y sobre todo cristiana: se trata en primer lugar de símbolos bíblicos. Imágenes y giros sintácticos convergen usualmente para designar a un Dios personal, creador permanente del mundo con el verbo o la mano, y dotado de rasgos morales y físicos antropomorfos.
La conciencia de situarse en tradiciones combatidas por la crítica racionalista lleva a Jourdan a cuestionarse sobre lo que es legítimo creer y a desconfiar de las ilusiones relacionadas con el deseo. Reconoce en él la espera de una respuesta, una esperanza confusa, un sueño de armonía, porque el acuerdo con el mundo establece en el instante una relación diferente con el tiempo que parece prometer otra salida: la continuidad entre la vida y la muerte. Por otro lado, la existencia de un más allá del mundo justificaría el sentimiento de solicitud que inspira.
Sin embargo Jourdan se pregunta sin cesar si no se trata de un espejismo y se esfuerza por no afirmar demasiado: deja en suspenso y atenúa la expresión de sus sensaciones rechazando o corrigiendo las imágenes suscitadas, principalmente a través del adverbio “simplemente”.
Esta voluntad de lucidez para con las sensaciones es simultánea a la desconfianza al menos igual, o incluso superior, del racionalismo soberano que las critica y condujo en nuestra civilización a la desacralización y a la deshumanización. Jourdan no excluye que la experiencia corporal ponga en contacto con una verdad inaccesible al espíritu y oscila entre dos polos: afirmando o negando la realidad de esta ausencia presente. Su consciencia profunda de un origen común funda legítimamente la conclusión voluntaria de una alianza con el reino vegetal y animal y la decisión de buscarse compañeros de ruta. Queda abierta la pregunta sobre cómo responder a lo sagrado, o al menos a la presencia del mundo.
En los escritos de Jourdan hay una reflexión importante sobre las consecuencias y los peligros de la palabra dentro de un marco no estrictamente literario como el suyo.
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En un principio, para Jourdan la palabra es ilegítima: la desaparición de sí exige el silencio que el acuerdo con el mundo suscita. Sin embargo, Jourdan dice ese silencio: la palabra parece irreprimible, embalada en un impulso amoroso y además provocada por un deseo de atestación. No por eso la juzga útil, pues es incapaz de dar cuenta de lo sensible y de nuestra relación con éste a través de la nominación o de la comparación (lo que explica que haya pocas descripciones); incluso resulta peligrosa ya que puede romper el acuerdo con lo sensible y alejarlo. Por consiguiente Jourdan condena su palabra en cuanto demasía y sueña con un lenguaje que perdure en la dimensión sensible. Su atracción por la pintura, que a diferencia de la escritura no erige la barrera de las palabras, lo confirma. |
Esta desconfianza hacia el lenguaje, unida a la necesidad interior de emplearlo, conduce Jourdan a definir y practicar una ética de la palabra. Busca una palabra que sirva el impulso espiritual, dirigida al silencio. Para alcanzar ese objetivo se esfuerza, por una parte, en emplearla contra lo que por su esencia la aleja del mundo sensible, y por otra parte, en subordinarla lo más posible a éste. Por lo tanto, elige formalmente la brevedad y la apertura. En la escala del libro privilegia los fragmentos en lugar de formas más cerradas, continuas o sistemáticas, y dentro del fragmento utiliza la elipsis, la densidad de la expresión y la simplicidad semántica. No deja tampoco de estar alerta a no transformar la escritura –aun guiada por esta ética– en un sistema que proporcione seguridad.
Por consiguiente Pierre-Albert Jourdan busca modificar en él el equilibrio entre el cuerpo, el corazón y el espíritu con una ascesis corporal y una ética de la escritura para introducirse mejor en el mundo sensible. Sus escritos expresan la valorización del cuerpo, la aspiración a la reducción del espíritu que lucha contra sí mismo a través de la lectura –ficticia– del paisaje, la lectura –real– de poetas y pensadores, y de la escritura. Por último, Jourdan busca un apaciguamiento del corazón que no sea satisfacción atolondrada y necesite un desgarramiento regular. Desde esta perspectiva, la escritura se convierte para Jourdan en el eje entre ausencia y presencia ante el mundo.